No quiero que llores. Por favor: no llores más.
No quiero ver esos ojitos preciosos y expresivos consumidos por una pena que ni es innatamente tuya ni te pertenece por adquisición. Tus ojos fueron concebidos para ver cómo se fuga el sol por horizontes interminables, para perderse en el rugido de un rompeolas furioso de belleza mientras planean despacio las gaviotas, para que hagan juego con esa sonrisa brillante y cautivadora capaz de derribar muros tan altos y ásperos como el de mi desconfianza.
Escucha. Llevan miles de años los hombres filosofando sobre el sentido de la vida, sobre el por qué estamos aquí y sobre a quién corresponde estarle eternamente agradecidos por ello. Es difícil, por tanto, que ahora sepamos tú y yo qué hacemos hablándonos, o qué tipo de “efecto mariposa” nos llevo a encontrarnos. Ya de por sí es complicado que coincidan tiempos y espacios, pero es más difícil aún compenetrarlos con la circunstancia adecuada para que eso sucediera. Hay veces en las que uno quiere y no puede, otras en las que uno podría pero no lo ve adecuado, otras en las que ambos no están por la labor y otras, por fin, en las que sucede magia… y en tu forma de mirar hay todo un universo de ella. Doy fe.
No llores: no deseo que se enturbie esa magia y me deje los trucos al descubierto, por más que barrunte que los hay. “Has sido difícil de enamorar”, dijiste con voz tristona al otro lado del teléfono. Y tienes razón. A ciertas edades ya es complicado que uno vuelva a creer en la magia. Tenemos la espalda marcada por las decepciones y apenas esperamos ya la caricia comprensiva, el gesto tierno o la sonrisa desinteresada. Amamos por necesidad propia y con muy poca comprensión. Estamos curtidos de “tequieros” baratos que hoy se le dan a uno y mañana a otro, y juzgamos con crueldad el cariño ajeno sin interiorizar lo egoísta que es el nuestro.
A veces se nos complican las cosas. Incluso aquellos proyectos que uno comienza con toda la ilusión del mundo se pueden acabar quebrando: quien dice proyectos dice amistades, dice parejas, dice vida… Solemos apostar con la confianza de lo que debería ser y habitualmente perdemos con la crudeza de lo que realmente hay. Elaboramos ídolos de barro, pero el problema es nuestro, no del ídolo. Cambian las personas, cambian las circunstancias y cambian los motivos. Y como lo hacen sin avisar vivimos en un continuo proceso de adaptación que, en ocasiones, nos termina arrastrando a una enorme pérdida de tiempo.
No nos sobra el tiempo. No. No nos sobra el tiempo de la caricia, del beso y la charla, de la sonrisa zalamera y el guiño, del sexo apasionado por puro placer, de buscarnos casi constantemente y sin necesidad sólo por sentir ese pequeño placer de escucharnos. No nos sobra el tiempo del repeluco con la palabra insinuante, del sonrojo con la indecente y de la candidez con la dulce. No nos sobran amaneceres, ni vino y rosas, ni cenas con amigos de verdad de esos que no te utilizan sino que te elijen. No nos sobran viajes para llenar mil tarjetas de memoria, ni chistes a consta de tonterías cotidianas, ni espontáneos cachetazos en la cocina preparando el almuerzo.
Lo que nos faltan son tardes de playa esperando a que anochezca en la orilla, y cervezas en tascas ruidosas que no visita ninguna inspección, y kilómetros de coche cantando, y miradas que derriten acero, y domingos de lectura en el sofá, y celebrar juntos un título de fútbol con las caras pintadas. Nos faltan un osobuco en Milán, un mojito junto al Malecón, palomitas y refresco en el cine, cuscus comido con las manos y un dorado ocaso sobre el Arno mientras nos arden las pupilas de nostalgia. Nos faltan sobrinos abrazados a las piernas diciendo“porfa, porfa, porfa” para que no marchemos a casa, y noches contemplando las estrellas, y risas mientras tuiteamos juntos en la cama, y bizcochos quemados en el horno porque nos descuidamos haciendo“nosequés”, y paseos entrelazando los dedos con el mismo amor profundo con el que se besa a un hijo.
Por eso no quiero que llores. Piensa si es realmente necesario llorar por cosas que, en realidad, son accesorias y no merecen la pena. Hace poco me dijeron que“las cosas son sustituibles”, y cuánta verdad hay en eso. Aunque tuviéramos la posibilidad de vivir mil vidas llenaríamos todas ellas con cosas diferentes, pero ni tú ni yo volveríamos a estar en ese mismo instante en el que se cruzaron nuestras miradas por primera vez y contemplamos destellos desconocidos hasta entonces.
El tiempo pasa, y las olas rugen, y el viento aleja todo lo que encuentra a su paso, pero tú sabes que cuando sientes pena yo estoy aquí. Aprovéchalo. Sabes que hago de la espera un lema de vida y de la paciencia un arma muy poderosa, pero no subestimes al tiempo. No te fíes de él, porque pasa igual para todos pero no sabemos cuándo se agotará el nuestro.
No llores ni un minuto más por cosas o personas que te hagan infeliz. Es todo tan efímero, tan volátil y tan frágil que quizás mañana ni siquiera estemos, ni siquiera seamos. ¿Merece realmente la pena llorar?
Te digo esto porque lo pienso y porque lo siento, pero te seré muy sincero: ni siquiera es solamente por ti. No es por ti. No lo es. Por una vez y sin que sirva de precedente te lo digo por puro egoísmo: por mí. Sí, porque se me resquebraja el alma de impotencia cuando te oigo llorar por miserias ajenas, y no puedo permitirme escuchar como solloza una persona tan bonita como tú.
Así que, por favor, no llores.
Ven que te abrace y paremos ese miserable tiempo de una maldita vez.