Ya no estás. Ha pasado tanto tiempo que las heridas, aun siguiendo abiertas, han dejado de oler a ti. Es una sensación extraña: el dolor está ahí, pero no tiene rostro. Es como una sombra desdibujada que me sigue de cerca, a veces desde una distancia prudencialmente aséptica y otras, sin embargo, solapándose a mis pasos y haciéndome dudar de la firmeza del camino. Es tan fácil tropezar cuando el pasado se mete entre tus piernas como un animal juguetón y malicioso. Y tan jodido desprenderse de sus secuelas.
Supongo que te has convertido en un recuerdo imperecedero. Una especie de retrato que ha ido perdiendo intensidad y relevancia, pero con un marco de madera noble que absorbe la atención sobre el conjunto. Se me hace difícil distinguir lo de dentro, pero imposible dejar de mirar.
Deberías estar en un museo, mi pared se está quedando pequeña. Y no lo entiendo: no estás pero ocupas casi todo el espacio.
Quizás olvidar sea una absurda forma de redimensionar la pena, de alimentarla hasta convertirla en un inmenso bosquejo de tristeza y amargura. Quizás sería mejor acercarse a tu rincón, acariciar los trazos de acuarela que nos dieron forma, perderme en el azulverdegris de tus ojos por última vez y descolgarte de la pared. Supongo que así aliviaría tu peso.
Pero no puedo.
Pero no quiero.
Sí, eso es, no quiero. Me he dado cuenta que perder es la parte fácil, lo complicado es volver a jugar sin miedo. El dolor es una buena excusa para no tener que hacerlo. El dolor es la mejor anestesia para seguir en coma.
Qué ironía, ¿no? Ser recuerdo, sangre manando y apósito, todo al mismo tiempo. Nada es definitivo. Nada es bueno o malo. Nada es absoluto. Todo tiene matices, recovecos y oscuros escondrijos donde echarse a esperar que algo cambie, que algo te deje seguir muerto para no tener que volver a vivir.
Para no tener que volver a perder.
Apenas te recuerdo y, aun así, sigues siendo tú.
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